Cortarle la cabeza al guiri
A propósito de las smash burguers, las zapaterías y los guiris
Hace unos meses cerraron la zapatería de mi barrio. La llevaba un tipo bastante seco, pelo cano, bajito, siempre escuchando la Cope de fondo. No hablé nunca con él más de un par de veces en las que le hice la misma pregunta. «¿Aquí se arreglan zapatos?» y, supongo que, por la obviedad, el viejo no me respondió nunca y las dos veces señaló, sin más, al letrero del local. «Se arreglan zapatos». La primera medio se rio, la segunda me mandó a la mierda. Nunca llegué a llevarle mis zapatos roídos, tampoco los de las suelas desengachadas. El tipo bajó la persiana, no me despedí nunca, ni siquiera volví a preguntarle si allí, en efecto, se arreglaban zapatos. Ahora han abierto un take away, en esa misma esquina del barrio, donde venden smash burguers y hay un letrero reflectante fosforito que pone «Dame un fueguito en tus stories». Respecto a ese nuevo letrero, por lo que sea, no pido aclaración ninguna.
De alguna manera, la ciudad en la que vivo es ahora un paraíso de eso, de hamburguesas y batidos helados, de terrazas inmensas, silla tras mesa, mesa tras silla, por las que hay que cruzar de lado para pasar de calle. Cafeterías con colorines y cereales de importación, el maldito poké, que es una ensalada cara, la tienda de sneakers, que son zapatillas caras, la panadería que no vende pan sino muffins, que son magdalenas caras, y luego ya los mil y un locales que ahora son un KFC y un Mcdonalds y un Fridays y un Goikos y un Popeye y un Burguer King, donde comer mierda, en fin, también acaba por salirte caro, por mucho que siempre haya un estúpido con la camiseta de publicidad puesta el día de la apertura e incluso el alcalde se acerque a cortar la cinta.
Mis vecinos, como el zapatero, ya no están. La mayoría se han ido o le han echado y yo solo escucho el ruido de las maletas que suena como un minutero que va contándome lo que me queda a mí en el barrio, lo que se va descontando, en definitiva, para convertir mi piso en un Airbnb más y mi sofá roído en la cama del guiri de turno y la tele mía en un Smart tv multicanal donde también se podrá sintonizar la BBC o el que quiera que sea el canal que miran los japoneses a eso de las ocho de la tarde con una smash búrguer en el hocico.
Cuando saco al perro en las tardes tan preciosas de primavera que me da casi sin querer mi ciudad de provincias, los observo como masa informe, camarita, gafas de sol y sombrero, todos juntos preguntando cosas tan obvias como mi pregunta al zapatero, solo que en idiomas que no entiendo y con sonrisa de los recién llegados, tan dispuestos a no dejarte pasar por un semáforo o dejar a mi pobre can como a un Mufasa cualquiera tras el que correr como antílopes detrás de un mendigo gritando «so cool».
Los que resistimos en el centro de las ciudades por ciencia infusa y alquileres de la década pasada nos reconocemos al instante porque, literalmente, hablamos el mismo idioma y no somos ni nómadas digitales, ni nómadas a secas, sino, en esencia, una suerte de espartanos que bien hemos decidido que la decadencia es también una cosa que se vive y la identidad una cosa que, sin duda, también se pierde.
Nos pesa, claro, que Andalucía, patria nostra, sea la cuna de hacerle la ola al guiri y, de alguna manera, quisiéramos cortarles la cabeza a todos ellos y que quedase un desierto de cabezas cortadas mejor que un parque de atracciones donde, por otra parte, tampoco se puede caminar. El consejero de Cultura es, de hecho, también el consejero de Turismo, lo que da buena fe de que, culturamente, el guiri tiene una preponderancia mayor sobre el terreno ya que el común de los mortales y vecinos.
Tengo la fantasía, desde hace años, de ver a todos los que se han encargado de absorber cada gota de vida de mi calle para venderla, por litros, a cualquiera que la cruce con una mochila haciéndose un selfie y escupirles. Los quiero ver a todos en fila. Delante. Uno detrás de otro. Cada alcalde, cada cabecita pensante que puso la codicia del modelo absurdo por encima del vecino y al turista frente a la vieja que nació en el barrio. También a cada agencia de comunicación que lo blanqueó y le lavó la cara con palabras inventadas. A cada director de periódico que firmó artículos hablando de coliving, cofooding y co-cosas, intentando repetir esas palabras en un tartamudeo asqueroso y comprendiendo que a él también le han condenado al ostracismo de la sopa de sobre y spaguettis porque ya no hay fruterías, ni pescaderías, ni carnicería, solo el Carrefour Market. Los quiero ver, a todos, haciendo cuentas, frente a un alquiler que sube un 400% en dos años, con las moneditas chocando la punta de los dedos cuando sacas el monedero en el supermercado. Quiero ver cómo escuchan el último ruido de persianas en el bar de siempre. Quiero verlos también solos, durmiendo con ansiedad. Los quiero ver en el diván del psicólogo que no se pueden pagar con el sueldo de mierda que se gana sirviendo al guiri. Quiero ver los ídolos caídos. Los quiero ver ahí, sudando, en un lugar donde ya no nace el agua porque ya todo es asfalto.
Y, sin embargo, mientras, ahí estoy, en un rincón, como todos, pensando en volver al campo, a las afueras, desterrados. Pasando por delante del nuevo take away de smash burguer de marras, con estos zapatos roídos.